Todas las ciudades están desiertas de noche, pues es la matriz materna donde comenzamos a conocer el mundo. Ésta es una noche como todas y quizás es eso lo que la diferencia. El ciempiés y yo recorremos todas las calles de la ciudad desierta.
Pero hoy tenemos un rumbo. Atravesamos una verja y llegamos a un patio enorme cubierto de vegetación salvaje que crece descontroladamente. En mitad del camino en la selva hallamos un arco lo cruzamos y finalmente estamos allí, frente a la puerta. La fachada de la iglesia es de piedra blanca, con un rosetón cuya vidriera deja entrever sus colores nocturnos. Abrimos la puerta y nos sentamos en un banco, hay una voz antigua y una melodía secular de silencio pulcro y un sueño acude como un rayo y nos acuna.
Aparecemos en una gruta oscura y estrecha, cuyo final se abre a una llanura gris desértica. En la boca de la gruta hay un olmo desnudo de cuyas ramas cuelgan en gotas de rocío diversos recuerdos de una ciudad frente al mar. Allí comienza un río de asfalto transitado por innumerables bestias mecánicas que llenan el aire almizclado de cláxones y otras palabras esdrújulas. El ciempiés pierde la compostura ante tal visión y se cienarrodilla.
Después corre se lanza contra las bestias las intenta destruir en un abrazo asfixiante entre sus ciembrazos. Pero son sólo espectros que se deshacen a su tacto como una neblina. Seguimos su quieto paso y terminamos por llegar al gran aparcamiento. Allí las bestias descansan finalmente cesan sus lamentos y vomitan unos seres fantasmales que esperan su turno para que el barquero cruce sus cuerpos neblinosos a través de la gran laguna que se abre ante nosotros. Hay un gran cartel de neón: sólo pueden atravesarla quienes aún sean recordados en un mundo que todo olvida.
Todos nos miran extrañados desde sus grises ojos vacuos iridiscentes inclusive el barquero. Pero el ciempiés habla con él en un lenguaje antiguo y le muestra un halo de niebla plateada que ha portado con él. El barquero observa alternativamente las grandes pinzas negras del ciempiés que crujen emocionadas el aire almizclado y mi carne rosa y sencilla. Nos da paso a su barca y empezamos a atravesar la laguna.
– Yo antes era un barquero – nos dice –, no de esta laguna sino de – tras una breve pausa – la mar. Recorría la costa con mi pequeña barca de madera, tan diferente a ésta, al son del oleaje y de las mareas. Os lo digo – nos miró alternativamente al ciempiés y a mí - porque venís de allí. Solía recorrer las ondas de espuma con mis dedos mientras navegaba, acariciar las olas salvajes, acompañar con mi mano las mareas. Ésta – dice señalando su mano izquierda – tenía más arrugas que si hubiera vivido mil años, siempre sumergida en la mar fría.
Hace una pausa mientras continúa remando a través de la inmensa laguna.
– En estas aguas – señala con su mano izquierda y triste las aguas negras profundísimas, que reflejan nuestra imagen líquida – no puedo. Pero allá – nos mira de nuevo – se han quedado grabadas mis letras en la mar. Cuando volváis allá, a la mar… podéis… sentaros y escucharlas…
Pero el ciempiés le dice que el mar su mar mi mar ya sólo son recuerdos de sueños vanos. Proseguimos en silencio hasta llegar a la orilla contraria. Descendemos y el barquero nos mira por última vez con sus ojos fantasmagóricos grises vacuos iridiscentes y tristes. Retoma su empresa y nosotros nuestro camino.
Llegamos a un cenagoso pantano, húmedo y salado por las incesantes lágrimas de una marabunta de fantasmas que se lamentan por todo y por nada por las oficinas los papeles mecanografiados los ríos de vacas estrujadas y los ríos de sangre el brillo del pasado el brillo dorado de ciertos papeles mecanografiados por otros demonios. Y el amor. Nos abrimos paso entre la masa de fantasmas plañideros entre las olas de lágrimas que inundan el cenagal mientras a nuestro paso nos rasgan las vestiduras las ciempatas las corazas, nos cuentan todos sus problemas de nada hablan y hablan para no hacer nada y su sinfín de palabras tamborilea en nuestras cabezas. Alguna vez hago el amago de detenerme a escucharlos pero el ciempiés me alienta para seguir avanzando y se lamenta a su vez por aquel tiempo dorado cuando las personas no se quejaban tanto.
Dejando atrás el desolador teatro de la ciénaga, llegamos a un tribunal. Hay un señor elevado en un alto estrado, vistiendo traje y corbata negros, se atusa el bigote. Un pequeño número de fantasmas que ha logrado dejar atrás sus lamentaciones llega con cuentagotas se arrodilla ante el estrado y es obligado por el señor en lo alto a rezar que Dios no existe para salvar su alma.
Quienes no logran pronunciar estas palabras a estas alturas simples y sencillas deben tomar el camino a la izquierda que los conduce a una estepa de fuego, pozos de petróleo y bombardeos. Todo está rodeado por un río de fuego que transita un infernal barco ebrio cuyo capitán recuerda inexorablemente a los pobres fantasmas que están condenados a los otros. Y es que los otros también están allí, arrancándose los cabellos, gritando, berreando, moqueando, injuriando, mientras una fiera con tres cabezas humanas los azota incitándolos a la rebelión. Todos se amontonan por no pasar a la sala de castigos, donde, uno a uno en una recurrencia eterna, son amarrados a una infernal butaca clínica y son interrogados sobre su infancia hasta la extenuación por un señor soñador para descubrir quienes no son y purificar su alma de todos sus traumas.
Quienes aceptan, en cambio, llegan a una región de grandes praderas verdes donde todos juntos cantan y bailan friccionando sus cuerpos al ritmo de la música electrónica y del alcohol que beben a raudales, celebrando en banquetes la gran alegría.
- ¡A beber! ¡A beber! ¡A beber!
Son felices. Hacen y deshacen el amor a cada instante como si fueran pescaditos de oro. Así pasan largos años de júbilo hasta que en la última borrachera se adentran por el río de niebla blanca que nace en el último confín de las praderas.
El ciempiés se vuelve hacia mí y me pregunta qué he comprendido. Después atravesamos una puerta de marfil blanco como la niebla y nos despertamos de nuevo en la iglesia como si todo hubiera sido un sueño.
Al salir, la niebla blanca ha inundado las calles. La saludamos como a una vieja amiga y ella nos acaricia los ojos.
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